No hacía mucho tiempo que el nuevo gobernador, don Martín de Mujica, había recibido el mando de Chile. Su gestión estaba siendo más que rescatable, fundando pueblos en las zonas agrícolas del centro del país, construyendo obras públicas y fomentando la agricultura y, en especial, la crianza de caballos. La relación con los indígenas pasaba por una epoca de paz y bonanza. Era otra la prueba que el destino le tenía preparada.
El día 13 de Mayo de 1647 había transcurrido sereno y templado. A las diez y media, aproximadamente, de la noche, cuando muchos pobladores, y desde luego, todos los niños, se habían acostado ya, un horrísono estrépito sobrecogió de súbito a los infelices santiaguinos, y de inmediato se inició un fortísimo sacudimiento de la tierra, tan violento, que los muros de los edificios comenzaron a agrietarse desde su base y a ceder las amarras de los techos. El calamitoso derrumbe fue iniciado por las torres de las iglesias, a las que pronto siguieron los mismos templos y muchas de las casas. Unas quedaron completamente en el suelo; otras, sin tejados, y las pocas que permanecían en pie amenazaban derruirse de un momento a otro.
Del cerro Santa Lucía se desprendieron grandes peñascos, que causaban aún más pavor a los sobrevivientes. Según los oficiales reales, el movimiento intenso duró tres credos rezados; según el señor Gaspar de Villarroel (a la sazón obispo de Santiago), no más de medio cuarto de hora (siete minutos). A pesar de que la noche era clarísima, pronto la nube de polvo de los escombros la obscureció por completo.
Como las murallas, en general, se derrumbaron hacia afuera y las casas eran casi todas de un piso, muchos habitantes lograron ganar la calle o los inmensos patios interiores. Otros quedaron atrapados al encajarse las puertas y ventanas, y algunos se salvaron en los huecos y umbrales, mientras intentaban arrancarlas de quicio. A esta trabazón de puertas debieron la vida las monjas Clarisas y las Agustinas, pues los corredores se vinieron al suelo mientras las paredes maestras aguantaban. Doña Ana de Quiroga, sublime heroína de la jornada, madre de nueve hijos, logró salvar ocho y, cuando regresaba con el más pequeño, un lienzo de muralla aplastó a madre e hijo. En medio de la confusión y del espeluznante concierto de lamentaciones que son de suponer, algunos vecinos fueron capaces de arrancar de los escombros a sus deudos.
El obispo Villarroel se disponía a cenar en ese momento con el amanuense franciscano fray Luis de Lagos, y ambos quedaron sepultados, mas protegidos por las vigas de la casa derruida, que, providencialmente, habían dejado un hueco. La tierra seguía temblando.
Una ola de locura colectiva amenazaba a los sobrevivientes. Se esperaba la repetición del terremoto; otros temían que se abriese la tierra y se los tragase a todos, y no pocos suponían que el epílogo de la jornada sería la aparición de un volcán que acabara por abrasar los últimos restos vivos de los pobladores. Gritos estentóreos dominaban los lamentos de los heridos pidiendo confesión.
Con un estoicismo de epopeya, el obispo Villarroel, herido, organizó lo que, dentro de la mentalidad de la época y del estado de exaltación religiosa que la catástrofe provocaba, era la primera necesidad:
"Dispuse en la plaza - dice - cuarenta o cincuenta confesores, entre clérigos y frailes. Repartidos por las calles muchos, para los enfermos y heridos. Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con que cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejó de confesar."
Se corrió la voz de que en el derruido templo de La Merced se había mantenido en pie el tabernáculo, y con los elementos que pudo, el obispo improvisó un altar mayor en medio de la plaza. Al Cristo de la iglesia de San Agustín... "halláronle con la corona de espinas en la garganta, como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia; conmovido el pueblo con su antigua devoción y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza, viniendo descalzos el obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas y universales gemidos". El milagro estriba, no tanto en el hecho de haber caído la corona de espinas hasta el cuello (lo cual es más bien atribuible a la terrenal fuerza de gravedad), sino al hecho de que abría resultado imposible volver a subirla hasta la frente del Cristo.
Al amanecer el día 14, el fervor religioso rayaba en el delirio; los enemistados se reconciliaron; en pocos días se celebraron doscientos matrimonios de parejas hasta entonces amancebadas (convivientes); y el episodio de la cárcel lleva los extremos a lo sublime: los reclusos, algunos convictos de delitos graves, libraron providencialmente ilesos; más, a pesar de desaparecer guardianes y muros, ninguno se atrevió a darse a la fuga, tan sobrecogidos por el espanto estaban.
Los jesuitas levantaron otro altar improvisado en la calle, donde los mejores oradores de la orden fustigaban a la muchedumbre enloquecida.
"Sus palabras eran dardos que penetraban y saetas agudas que herían y traspasaban los corazones... Fue tan grande la emoción, tantas las lágrimas, tan grandes los alaridos y lamentos, tan frecuentes las bofetadas y los golpes de pecho, que a los predicadores les era necesario hacer pausas hasta que acabasen de llorar y se acabase el ruido de los clamores para poder proseguir, porque con tanto gemido no se podía percibir. Allí se mesaban los cabellos; allá se daban públicamente bofetadas, confesando a veces ser ellos la causa por la cual Dios había enviado tan espantoso castigo. De allí salían los hombres a cortarse las compuestas melenas y a vestirse sacos. De allí iban las mujeres a dejar las galas y los afeites, que son los ídolos en que idolatran..."
-- Según documentos oficiales de la Real Audiencia:
"Fue necesario detener a los que furiosamente se arrojaban sobre sus cadáveres inertes, queriéndoles resucitar con bramidos, como los leones a sus cachorros; los huérfanos que simplemente preguntaban llorosos por sus padres, y los que peleando con los altos promontorios de tierra que cubrían a sus hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaba que los oían suspirar, presumían llegar a tiempo de que no se les hubiera apartado el alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados, sin orden en sus miembros, palpitando las entrañas y las cabezas divididas. Entraban en carretadas, mal amortajados y terriblemente monstruosos los difuntos a buscar sepultura eclesiástica en los cementerios de los templos; y verlos arrojar a las sepulturas sin ceremonias, con un responso rezado, hacía otra circunstancia gravísima de pena."
El aspecto de la ciudad era aterrador. De las seiscientas casas que se habían hecho en el discurso de más de cien años, apenas quedaban algunas en pie. También habían caído los edificios públicos y casi todos los templos, aplastando a más de seiscientos habitantes. Los sobrevivientes quedaban a la intemperie y sin alimentos en el comienzo de un invierno que iba a ser excepcionalmente crudo.
Frente al duro imperativo de las circunstancias, oidores y el Cabildo tomaron de inmediato una serie de medidas de carácter práctico: se utilizaron las acequias para barrer los escombros y restablecer el tráfico; se trajo ganado y se persiguió violentamente el abuso en los precios; trabajaron, en suma, día y noche para levantar edificios provisionales. El vecindario, repuesto de la inicial y lógica postración, reaccionó con vigorosa energía, improvisando ramadas con palos, bohíos y ranchos de paja. Durante una larga temporada, Santiago volvió a presentar el aspecto de la fundación en los tiempos de Pedro de Valdivia.
El estoicismo de los santiaguinos iba a sufrir nuevas pruebas con las lluvias torrenciales que siguieron al terremoto y que produjeron costosas inundaciones. En Santiago nevó tres días desde el 23 de Junio.
Las emanaciones de los mal enterrados cadáveres (el deterioro de las condiciones higiénicas, realmente) provocaron una epidemia de tifus que duró más de un año y que llevó a la tumba a más de dos mil personas.
-- Daños causados por el terremoto: primeros trabajos / Para la reconstrucción de la ciudad.
El gobernador don Martín de Mujica recibió en Concepción la primera noticia de la ruina de Santiago el 26 de mayo por una relación de la Real Audiencia. Inmediatamente escribió al Cabildo de la capital una carta de condolencia, característica de los sentimientos del Gobernador y de las ideas dominantes de la época. "No he podido echar de mí, decía, el horror en que me ha puesto ese estupendo y pocas veces visto castigo de la poderosa mano de Dios a que tanto ayudó la gravedad de mis culpas". Recordando que la escasez de su fortuna particular no le permitía hacer todo lo que deseaba para remediar las innumerables necesidades de la ciudad arruinada, anunciaba el envío de dos mil pesos de su peculio particular "para que en primer lugar, añadía, se mire por el sustento y habilitación de las monjas, como esposas de Dios, los pobres enfermos del hospital y demás partes que por sí no puedan ayudarse". Mujica hizo más que eso todavía: asumiendo personalmente una responsabilidad que podía serie muy gravosa bajo el régimen del fiscalismo español, puso mano en la caja del tesoro real para socorrer a los desgraciados habitantes de Santiago. "Considerando, escribía al Rey para justificar su conducta, las incomodidades de los religiosos, pobreza y falta de habitación de las monjas, necesidades y suma miseria de los pobres enfermos del hospital, mendicantes y otros muchos, sin más recursos, después de la misericordia de Dios, que la piedad y amparo de Vuestra Majestad en desdicha tan común y tan digna de pronto remedio, hice acuerdo
de la hacienda con los oficiales reales de esta ciudad en que resolvimos el sacar seis mil pesos de oro que se hallaron en esta caja
real para reparar las necesidades más precisas, cuyo socorro era tan inexcusable que de no prevenirlo con anticipación a la entrada del invierno que amenaza riguroso, resultarían infaliblemente de hambre muchísimos muertos y los demás inconvenientes que se dejan considerar. Y así se ha de servir la cristianísima piedad de Vuestra Majestad de tener a bien esta resolución, pues la obligaron forzosamente causas y atenciones justas como constará a Vuestra Majestad del testimonio incluso".
La noticia de aquella catástrofe llegó al Callao el 7 de julio en momentos en que el Virrey, Marqués de Mancera, tenía preparadas grandes fiestas para celebrar la terminación de las murallas y fortificaciones de ese puerto. En el acto mandó suspender todos aquellos preparativos; y tan luego como hubo despachado la correspondencia en que daba cuenta al Rey de aquellos desastrosos sucesos, volvió a Lima para preparar el socorro de los desgraciados habitantes de Chile.
Habiendo juntado a los oidores de la Audiencia y a los altos funcionarios de hacienda, "y consultádoles lo que convendría hacer en la materia para algún remedio y consuelo de la aflicción en que se hallaban los vecinos y habitadores de la dicha ciudad, por entonces se resolvió que antes de todas cosas se hiciesen procesiones y rogativas públicas, y se encargase lo mismo a los conventos
y religiones para aplacar la ira de Dios, Nuestro Señor".
Acordose enseguida que se pidieran erogaciones al vecindario, encabezando los donativos el Virrey y los funcionarios que lo acompañaban en aquella junta. Según el documento que consigna estas noticias, en noviembre de aquel año se habían reunido 12267 pesos para socorrer a Chile; y el arzobispo de Lima, con el Cabildo eclesiástico y el clero habían colectado otros seis mil pesos que se disponían a enviar en ropa y otros objetos para socorrer a las monjas de Santiago.
Pero estos auxilios, aparte de ser exiguos para remediar tantas necesidades, tardaban mucho en llegar. Desde el día siguiente del terremoto, los vecinos de Santiago habían comenzado a construir ramadas provisorias, aprovechando para ellas los maderos que extraían de los montones de ruinas de sus casas, con el objetivo de albergarse contra el rigor de la estación que entraba. "Todos viven, dice una relación escrita en esos días, en las huertas y solares, libres de paredes, a la protección de pabellones, alfombras, esteras, o como se han podido reparar, y el que mejoren bohíos de paja, que acá llaman ranchos".
En esos primeros días se trató de trasladar la ciudad a otra parte. Los oidores de la Real Audiencia han dado cuenta de este proyecto en el siguiente pasaje de su relación citada: "Quiso la ciudad en cabildo abierto, movidos del horror de ver que sus mismas casas habían conspirado contra la vida de sus dueños, y eran ya sepulcros de ellos, y desmayada de poder remover tanto desmonte como ocupaban los sitios que fueron antes edificios de su vivienda, mudarse y salir como huyendo de su propia hacienda a buscar otro lugar donde poblarse, en que comenzaron a discurrir utilidades para su mudanza. Concurrimos (los oidores) en la plaza con el Obispo, todos los ministros reales, prelados de religiones, cabildo eclesiástico y secular, donde se confirió largamente el sí y el no, y se resolvió no convenir por entonces sino repararse contra el viento cada uno como mejor pudiese, y cuidar de reservar del hurto las alhajas, vestidos y los materiales desunidos, y buscar alivios de conservarse y no perderse, y amparar las monjas, las religiones, los pobres, los huérfanos, los desvalidos, y componer la república de modo que no se acabase totalmente".
Esta resolución que se creería inspirada por el apego de los pobladores al suelo en que habían nacido y vivido, obedecía, sin embargo, a sentimientos de otro orden. Casi todos los solares de la ciudad estaban gravados con fuertes censos a favor de los conventos y de otras instituciones religiosas que procuraban a éstos una renta considerable. La traslación de la ciudad, dejando sin valor alguno esos solares, habría producido su abandono definitivo y privado a los conventos de una buena parte de sus entradas. La Audiencia, obedeciendo a las ideas religiosas de la época, apoyó decididamente al Obispo y a los frailes en sus gestiones; y quedó resuelto que la ciudad se reconstruiría en el mismo sitio.
A fin de alejar todo nuevo pensamiento de traslación, la Audiencia y el Cabildo desplegaron la mayor actividad para demoler las paredes ruinosas, remover los escombros, dejar corrientes las acequias de la ciudad y, por fin, para levantar edificios provisorios en que pudieran funcionar las autoridades civiles, trabajando, al efecto, los oidores y los regidores de día y de noche. Con el mismo empeño se dio al principio a la reconstrucción, también provisoria, de las iglesias y de los conventos. En el sitio en que había existido la catedral, se levantó en menos de cinco meses un templo de ciento cuarenta pies, y dotado de cuatro altares, todo construido con las tablas que pudieron extraerse de las ruinas de las casas reales. Esa iglesia fue abierta al culto el 1 de septiembre. Las casas de los vecinos, improvisadas aún más de carrera, no pasaban de humildes chozas que les sirvieron de abrigo en ese invierno. Durante muchos meses, la ciudad presentaba el aspecto de un campamento.
Las desgracias de los miserables pobladores de Santiago no cesaron con esto solo. "Con las lluvias que a 23 del mismo mes comenzaron, escribe la Real Audiencia, las alhajas (muebles) enterradas se pudrieron, las trojes se corrompieron, las bodegas de vino se perdieron y las semillas todas de nuestro alimento se estragaron, si bien se puso tanto cuidado en preservarlas por esta Audiencia que gracias a Dios no se padeció hambre ni sed, porque con toda presteza que se pudo se dio orden a despejar las acequias y poner corrientes los molinos y hornos, aquéllas para que soltándolas por medio de las calles se llevasen las inmundicias de animales muertos y corrupciones de otras especies despedidas de las casas caídas, y abriesen paso por donde penetrar y andar sin estorbo, y éstos para que se pudiese moler y amasar, y estuviese la ciudad abastecida de pan y carne, que si bien se pretendió subir el precio en la carne por falta, y se insistió en ello por los que se hallaron sin ganado para venderle atento a la carestía, esta Audiencia lo defendió con penas y particular desvelo porque no se engrosasen con la calamidad común y pereciesen los pobres añadiéndoles más costo a sus alimentos, y se consiguió de manera que estuvieron los puestos y carnicerías abastecidas suficientemente, para que a ninguno le faltase".
Estos afanes no fueron la obra exclusiva de la Audiencia; el Cabildo puso también el más celoso empeño en todo aquello que propendía
a establecer el orden regular en la población, a apartar las ruinas que cubrían sus calles y a proveer a sus habitantes de los víveres indispensables.
Pero aquel invierno fue excesivamente riguroso. Cayeron lluvias torrenciales acompañadas de truenos y de relámpagos, y una nevada que duró tres días continuos. Los ríos se desbordaron en algunas partes causando grandes pérdidas de ganado, a punto de computar la Audiencia en sesenta mil el número de cabezas arrastradas por las inundaciones que tuvieron lugar en el partido de Colchagua durante el mes de junio.
Los trastornos atmosféricos ocurridos en medio de los temblores ligeros o intensos que no dejaron de experimentarse en todo un año con intervalos más o menos cortos, y dos y tres veces al día, durante los primeros meses, contribuían a mantener el terror entre aquellas
gentes afligidas por tantas desgracias que avivaban su natural superstición.
El exceso de trabajo, las angustias originadas por la catástrofe, la humedad y el desabrigo, que debían pesar particularmente sobre las clases inferiores, indios y negros, reducidas a un mayor desamparo, produjeron una terrible epidemia que causó más víctimas que el mismo terremoto. "Comenzó, dicen los oidores, el contagio de un mal que aquí llaman chavalongo los indios, que quiere decir fuego en
la cabeza, en su lengua, y es tabardillo en sus efectos, con tanto frenesí en los que lo padecieron que perdían el juicio furiosamente.
Esta ha sido otra herida mortal para esta provincia. Tiñnese por cierto que se ha llevado otras dos mil personas de la gente servil, trabajada y la más necesaria para el sustento de la república, crianzas y libranzas; y como ya no entran negros por Buenos Aires, con la rebelión de Portugal, además de lo sensible de la pérdida, se hace irrestaurable en lo de adelante".
Después de muchas peticiones, el Rey exime de tributos a Santiago durante seis años
Los auxilios de dinero dados por el Gobernador de su propio peculio o del tesoro del Rey, y los enviados del Perú para socorrer a los habitantes de Santiago, habían sido destinados casi en su totalidad a la construcción de templos y de conventos, o a favorecer a las
monjas y a los religiosos. Sólo una mínima parte había servido para satisfacer las más premiosas necesidades de las clases indigentes.
Pero desde los primeros días se había pensado en dispensar alguna protección de un alcance más lato y general. El gobernador Mujica, en
la primera carta que escribió al Cabildo para expresarle el dolor que le había causado la catástrofe, le decía lo que sigue:
"Con el despacho para España a Su Majestad he esforzado sobre lo que antes tenía representado y explicado, se sirva de quitar todo
género de imposición a este reino que tantas causas tiene para ello, particularmente hoy con los imposibles que ofrece la ruina y
asolación de la mayor parte de él, para tolerar tantas cargas en trabajos tantos. Y me queda la esperanza cierta de que la atención y
gran cristiandad del celo de Su Majestad, que Dios guarde, ha de concedernos merced tan justa, en que yo seré tan interesado".
Se comprende fácilmente que en los primeros días que siguieron al terremoto, se suspendió naturalmente y por la sola fuerza de las cosas,
la percepción de impuestos en el distrito de Santiago, como se suspendió casi todo comercio y casi todo litigio. Pero desde que comenzó
a restablecerse la tranquilidad, y el Cabildo volvió a celebrar sus sesiones en el mes de junio, primero en la plaza y luego en una construcción provisoría de madera, principió a tratarse de nuevo de estos negocios; pero para tomar una resolución definitiva, se
esperaba el arribo a Santiago del gobernador Mujica, a quien se había llamado con instancia. Retenido en Concepción por las lluvias incesantes de aquel riguroso invierno, don Martín de Mujica sólo pudo llegar a la capital en los primeros días de octubre, y fue
instalado en las salas provisorías que el Cabildo acababa de construir para celebrar sus sesiones. El mismo se ha encargado de dejarnos
la dolorosa impresión que le causó el aspecto de la desolada ciudad. "No sólo, dice, halló ciertas las relaciones que me habían hecho,
sino que con exceso era mayor la calamidad, faltando explicación de palabras a lo que reconocé por los ojos; y que además de no haber
quedado templo, casa, ni edificio por suntuoso o por fuerte que no se hubiese arrasado, con muerte de tantas familias, esclavos y gente de
servicio, y por haber sido la ruina a la entrada del invierno, que en estas provincias son rigurosos, cogiendo las aguas, las nieves y
el hielo a los que habían escapado desnudos en campaña, sin tener chozas ni albergue en contorno de muchas leguas donde acogerse,
sobrevino una pestilencia en ellos de que murió gran número de personas nobles y el resto de los esclavos y gente de servicio que les
había quedado, con que los más esforzados hasta entonces perdieron la esperanza de su restauración".
Desde que el Gobernador estuvo en Santiago, volvió el Cabildo a agitar con mayor empeño la discusión de los arbitrios propuestos para
aliviar de alguna manera la miserable situación de sus habitantes. Reducíanse éstos principalmente a la supresión de los impuestos
fiscales que en aquel estado de cosas no sólo eran insoportables sino imposibles desde que el vecindario no podía pagarlos.
El gobernador Mujica conocía perfectamente la justicia de esta petición y, aun, se había adelantado al Cabildo para representar al Rey
la necesidad de moderar unos impuestos y de suprimir otros; pero no se atrevía a tomar por sí solo una determinación que estaba en pugna
con el espíritu desplegado por el Rey en los últimos años para procurarse entradas a todo trance. Consultó, dice él mismo, este pedimento
con la Real Audiencia en acuerdo general de hacienda con vista del fiscal, y aunque se reconoció que las causas son justas, la
desproporción notable y grande la imposibilidad, y que de verdad y en el hecho no se podrían cobrar de los vecinos aunque se quisiese
estos derechos, como la necesidad lo persuadía, de manera que era justicia manifiesta concederlo y la misma imposibilidad lo tenía concedido, viendo que tenía dificultad el poderlo hacer este gobierno y Audiencia en que la regalía de quitar tributos no reside, se determinó que ocurriese la ciudad con estos fundamentos al virrey del Perú para que en virtud de la facultad que tiene de Vuestra Majestad proveyeselo que más se ajustase al real servicio de Vuestra Majestad y alivio de todos sus vasallos".
Llevado este negocio ante el virrey del Perú, celebró este alto funcionario una junta de hacienda con asistencia de los oidores de la audiencia de Lima y de los ministros del tesoro el 25 de noviembre de 1647. Impuestos de todos los antecedentes, de las cartas del
gobernador de Chile y de las representaciones del Cabildo de Santiago, "pareció a todos los dichos señores, dice el acta de aquella reunión, que atenta la imposibilidad en que se hallan los vecinos de la dicha ciudad y su distrito de pagar por ahora contribución ni imposición alguna por la última necesidad y miseria en que se hallan, y que en tal caso, conforme a derecho, deben cesar, y que a Su Excelencia (el Virrey), como quien representa la persona de Su Majestad toca esta declaración, y que debe entenderse que, con su
acostumbrada benignidad y piedad, se sirviera de ordenar lo mismo si fuere consultado, y que si se esperara hacerlo, demás de no poder cobrarse, se daría ocasión a que perecieren los dichos vasallos y desamparasen aquellas provincias, puede y debe Su Excelencia relevarles
por ahora, entretanto que Su Majestad, con noticia de todo, provea lo que más convenga, de la paga del derecho de alcabalas y unión de
armas, almojarifazgo y asimismo del papel sellado, que, por estar en dicho estado la tierra, habrá muy poco en que ejercitarse".
El Virrey, marqués, de Mancera, sancionó este acuerdo.
Entretanto, el cabildo de Santiago, antes de conocer esta resolución, no se había dado por satisfecho con el resultado de sus gestiones. Creía que el gobernador Mujica debía por sí solo haber hecho más amplia concesión a sus reclamos. Esperando obtener del Rey mayores gracias
y favores, el Cabildo acordó en noviembre enviar a España dos apoderados que haciendo la relación cabal de las desgracias del reino,
solicitasen la sanción de todo lo que había pedido. Pero entonces se tropezó con una dificultad insubsanable. El Cabildo no tenía ni podía
procurarse los recursos indispensables para costear el viaje de sus apoderados. En tal situación, fue necesario enviar los poderes de la
ciudad al padre jesuita Alonso de Ovalle, chileno de nacimiento, relacionado con las más altas familias de este país, que se hallaba en
Europa representando los intereses de la Compañía de Jesús. Esta elección era muy acertada, porque la inteligencia y el celo del padre
Ovalle eran una garantía de que desempeñaría su comisión del mejor modo posible, y sin imponer a la ciudad los gastos de viaje que habría ocasionado el envío de otros apoderados.
Pero los capitulares de Santiago se engañaban grandemente cuando creían que la relación de las desgracias de Chile iba a producir una gran impresión en la corte de Felipe IV. Atravesaba entonces España una situación que puede llamarse terrible. Envuelta en guerras costosísimas contra casi toda Europa, y exhausta de recursos para mantener sus ejércitos, sufría en esos momentos todas las consecuencias del mal
gobierno que la llevaba a la más desastrosa decadencia y postración. Una descabellada conspiración descubierta poco antes, y la reciente
insurrección del reino de Nápoles, junto con todas aquellas graves complicaciones interiores y exteriores, preocupaban de tal manera a la
Corte que las ocurrencias de las colonias del Nuevo Mundo casi no llamaban la atención de nadie. La noticia del tremendo terremoto que
había destruido la ciudad de Santiago y arruinado el reino de Chile, pasó casi desapercibida.
Cuando el Rey tuvo noticia de estos desastres, y vió las peticiones que se le hacían, manifestó muy fríamente su deseo de socorrer
a los miserables habitantes de este reino. En una cédula dirigida al cabildo de Santiago, con fecha de 20 de agosto de 1648, se limitaba a
decir estas palabras: "Envío a mandar a mi Gobernador y Capitán General de esa provincia y a mi Audiencia Real de ella, vean que
medios y arbitrios podrán beneficiarse en esa provincia para que, con lo que fructificasen, se pueda acceder en parte al remedio de
necesidad tan urgente, porque no recaiga todo sobre mi real hacienda". Lo que el Rey quería, ante todo, era evitar gastos a la Corona.
Pero antes de mucho llegaron a España nuevas y más premiosas peticiones del cabildo de Santiago. El apoderado de esta corporación, el
padre Alonso de Ovalle, hacía también empeñosas diligencias para obtener la suspensión de todo impuesto fiscal en el reino de Chile. Su demanda estaba apoyada por el virrey del Perú que, como se recordará, había suspendido provisoriamente en noviembre de 1647 aquellas
contribuciones. Al fin, el Rey, previo el informe del Consejo de Indias, expidió en 1 de julio de 1649 una cédula con que creía dejar satisfechos a sus vasallos de esta desventurada colonia. "Por la presente, decía, hago merced a los vecinos y moradores de esa ciudad
de Santiago de que, por tiempo de seis años, sean libres de la paga y contribución de los derechos de alcabala y unión de armas, y de
todos los demás tributos y imposiciones que antes pagaban y me pertenecían por cualquier causa, y que, por el mismo tiempo, sean libres de los derechos de salida y entrada todos los frutos y mercaderías de esa tierra que se hubieren de consumir en la dicha ciudad, o se
sacaren por los puertos de su jurisdicción para el Perú y otras partes". Esta concesión, que con justicia podría calificarse de
mezquina, era, sin embargo, todo lo que permitía hacer la situación del tesoro. En su angustia de recursos, Felipe IV intentaba todavía, pocos meses más tarde, restringir aquella gracia que había acordado con tanta dificultad.
"Otros arbitrios propuestos para remediar la situación: reducción de los censos y supresión de la Real Audiencia"
En Chile, los vecinos y el gobierno habían propuesto otros arbitrios para remediar la miseria general. Uno de ellos era la
suspensión de los censos que gravaban las propiedades urbanas en favor de los conventos, y cuyo valor total se hacía ascender a cerca
de un millón de pesos. Pretendían los poseedores de las propiedades acensuadas que, habiéndose disminuido el valor de éstas con la destrucción de la ciudad, esos censos debían suprimirse o, a lo menos, reducirse en relación de la baja del precio. Muchos vecinos se mostraban dispuestos a abandonar sus solares, cuyo valor estimaban en menos que el de los censos; y casi todos ellos se resistían a reedificar sus habitaciones mientras no se les declarase libres de aquella pesada obligación. Este asunto, a pesar de la intervención del Cabildo en favor de los vecinos, debía resolverse ante la justicia ordinaria. El gobernador don Martín de Mujica interpuso sus buenos
oficios para llevar a las partes a un avenimiento. "Atendiendo, dice, a que esta materia diferida a litigio se haría inmortal, y serían
más las costas que la victoria del suceso, y en el ínterin se empeorarían de raíz los pocos materiales que se podían aprovechar, y la
ciudad estaba entretanto sin forma de república política, procuró en junta general y cabildo abierto, presente la Audiencia, persuadirlos
a que conviniesen entre sí en un compromiso o transacción en que asegurasen algo por no perderlo todo; medio que me pareció el más suave
por su brevedad, y el menos costoso para sus caudales. Y de la junta resultó el convenirse en la manera que verá Vuestra Majestad".
El arreglo se reducía a constituir dos tribunales arbitrales, uno compuesto del Obispo y del oidor jubilado don Pedro Machado para
resolver acerca de las obligaciones espirituales que imponía la fundación de los censos, y otro de los oidores de la Audiencia para las temporales (491). Ante ellos debían ventilar los censualistas y los censatarios sus respectivos derechos, y celebrar transacciones
equitativas. Parece que la base de la mayoría de éstas fue el rebajar al tres por ciento el interés de cinco sobre que se habían fundado
los censos, y que esta rebaja estimuló a los propietarios a reedificar sus habitaciones.
Notose entonces escasez de trabajadores para la reconstrucción de tantos edificios. Había en Santiago algunos indios originarios del Perú
o de Tucumán que ejercían oficios de zapateros o de sastres; y se propuso que se les prohibiese trabajar en esos oficios y se les obligase
a servir en las obras de construcción. Según la opinión de la Audiencia, "no es extraño de derecho compeler a las personas viles o
serviles, ociosas y vagabundas a que sirvan a la república en cierto ministerio apto según su condición y necesidad pública para conservar
el bien comú"; pero se usó con mucha cautela de este pretendido derecho, por temor de que esos indios se fugaran de Chile.
Empleáronse, en cambio, otros arbitrios, como sacar del ejército a los soldados que pudiesen servir en esos trabajos, conmutar las penas impuestas a ciertos criminales por la obligación de tomar parte en ellos, y traer a Santiago indios de los distritos vecinos. Pero estos arbitrios remediaron en pequeña escala la escasez de trabajadores. El gobernador Mujica, en los primeros días que siguieron a aquella catástrofe, había propuesto al Rey otro arbitrio para remediar en parte la pobreza general que aquella había producido.
"Cuando fui a recibirme de presidente, escribía con este motivo, reconocí muchas causas suficientes para escusar la Real Audiencia
de este reino, pues cuantos pleitos ocurren de su jurisdicción, así los que tocan al real fisco como a pedimento de partes, todos son
sobre amparo de indios, mensura de tierras y cosas de tan poco momento, que tuve mucho que admirar considerando el gasto grande que tiene
la hacienda real de Vuestra Majestad en sus ministros, como los empeños que a los vecinos resultaban sobre tanta pobreza en el lucimiento
que ocasiona la autoridad de la Audiencia, y los salarios que continuamente pagaban a letrados, formando pleitos eternos sobre materias
de muy poca entidad, y lo que más de sentir es, obligando la asistencia personal del litigio a faltar a sus estancias y los gastos que
de asistir en la Corte resultan. Y finalmente, cuando la Audiencia debía ser causa de evitar pleitos, reconocí que sólo servía de que se siguiesen pleitos y ruidos, que a no haberla, sin duda se excusaran, y la justicia del pobre tuviera su lugar, porque como le falta
caudal para derechos de abogacía y otros, y no tienen con qué comprar papel sellado, ni introducción para hablar con los oidores y representar
su razón (no porque ellos se le nieguen sino porque su cortedad y miseria le embarazan), perece totalmente, y el rico consigue cuanto pretende
porque para todo tiene diferentes comodidades. Hoy se acrecientan a las referidas causas las calamidades en que se ve esta miserable república,
sin recurso humano a la reparación de ellas, y la Real Audiencia sin casas en que administrar justicia, sin cárceles, ni cajas reales".
No se puede reedificar en muchos años por la suma pobreza de la ciudad, y sería de mayor importancia el costo de estos edificios que todos los derechos que a Vuestra Majestad puedan pertenecer en muchos años, cuanto más siendo universal la asolación y tan intolerable, como tengo representado a Vuestra Majestad, el servicio de unión de armas y papel sellado".
El Gobernador terminaba proponiendo que se encargase de nuevo la administración de justicia a los alcaldes ordinarios y a un teniente
gobernador, como un medio de ahorrar grandes gastos a la Corona y de aliviar a los vecinos de las cargas impuestas por la costosa prosecución
de juicios ante la Audiencia. Esta proposición no fue atendida, indudablemente por motivos de orden político.
"Las causas del terremoto según los teólogos de la época"
La catástrofe de 13 de mayo de 1647 tuvo otras consecuencias económicas y sociales de menor importancia; pero produjo un aumento
de devoción religiosa que dejó recuerdos duraderos en la tradición y en las prácticas de la vida colonial. La superstición popular
veía un milagro evidente en cada uno de los accidentes del terremoto. Cada convento exhibió la imagen de uno o de algunos santos
salvados de la ruina de las iglesias por algún prodigio portentoso. Nacieron de aquí fiestas y procesiones, que preocuparon a la
ciudad durante mucho tiempo.
De todas esas imágenes, fue el crucifijo de San Agustín, llevado a la plaza la noche del terremoto, la que alcanzó más veneración
y respeto. Fue en vano que los jesuitas sacaran de las ruinas de su iglesia otro crucifijo, del cual se contaban milagros más portentosos.
Referíase que las piedras caídas de las paredes le rompieron los brazos y le infirieron en la cabeza una herida de que manó sangre
verdadera que bañó su rostro, pero que, a pesar de todo, y por un prodigio sobrenatural, se mantuvo derecho en la cruz, sujeto sólo por
el clavo de los pies. El pueblo que no dudaba de este milagro, dio, sin embargo, la preferencia al crucifijo de San Agustín; y en su
honor se instituyó que cada año, el día aniversario del terremoto, se le haría una solemne procesión, que hemos visto perpetuarse hasta
nuestros días.
Habría sido curioso estudiar los efectos geológicos del terremoto del 13 de mayo de 1647.
Todo hace creer que produjo un solevantamiento de la costa, más sensible quizá que los que han producido otros cataclismos de la misma naturaleza. Aunque los fenómenos de esta clase no exigen del observador ni una gran sagacidad ni mucha ciencia, parece que nadie fijó
su atención en ellos, puesto que ninguna relación nos ha dado la menor noticia. En cambio, los contemporáneos de esa catástrofe se ocuparon
mucho en discutir con el criterio de las ideas teológicas de la época, las causas que la habían producido. Para el mayor número de ellos, para
el gobernador Mujica, para casi todos los predicadores que hicieron tronar los púlpitos improvisados en medio de las ruinas, el terremoto era
una manifestación de la ira de Dios para imponer un justo castigo al pueblo de Santiago por sus grandes culpas.
"Castigo justo de la mano de Dios, decían los ministros del tesoro en la relación que enviaron al Rey, pero benigno y misericordioso según nuestros grandes pecados". Otro contemporáneo célebre, el padre Rosales, sostenía que los temblores de tierra son de dos clases diferentes. "Unos, dice, suceden por particular voluntad de Dios y para castigo de culpas. Otros suceden por varias causas naturales, dejándolas Dios obrar para ostentación de su poder y aviso de su justicia, contando con ella su misericordia".
El terremoto del 13 de mayo pertenecía, según él, a este segundo género. Esta opinión no ha sido seguida por los cronistas posteriores.
Pero quien ha discutido más prolijamente esta materia es el obispo Villarroel. Pasa en revista la devoción de los habitantes de Santiago, las prácticas religiosas a que vivían consagrados, la abundancia de cofradías, la frecuencia de confesiones, el celo piadoso del clero y de las monjas, y declara que "conforme a buena teología y a la ley de Dios, sería pecado mortal juzgar que sus delitos asolaron este pueblo".
Sin embargo, en otros pasajes de su libro sostiene que es muy peligroso que los ministros legos pongan la mano en los negocios eclesiásticos, y que en muchas ocasiones tales avances han sido castigados por Dios con graves terremotos.
Según este criterio, si el temblor del 13 de mayo fue preparado por la cólera de Dios para castigar a los hombres, no fue por los pecados de éstos, sino por las competencias que el poder civil había tenido en los años anteriores con los obispos, y principalmente con el iracundo don fray Juan Pérez de Espinosa, muerto hacía más de veinte años, dejando la reputación de haber sido el prelado más pendenciero de esta diócesis. Las páginas del obispo Villarroel que recordamos, son un reflejo fiel de las ideas que acerca de prerrogativas eclesiásticas dominaban en el clero de esa época.
FUENTE: Historia General de Chile, Diego Barros Arana
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